Cuando te hablo de libertad es a esto a
lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de
todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos
hacer cualquier cosa que queramos, pero también es cierto que no estamos
obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos
aclaraciones respecto a la libertad:
Primera: No somos
libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en
tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos,
que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.) sino libres para responder
a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes
o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de
oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.).
Segunda: Ser libres
para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo
indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de
lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere,
aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos,
mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer
subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula
preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi
objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de
pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas
que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi
voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas
voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me
conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y
otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser
libre... aunque me escueza.
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