«Ninguna de tus
neuronas sabe quién eres… ni le importa»
Cualquier excusa es buena para
pensar que lo que conviene a una persona no sólo es conveniente, sino lo más
conveniente. Nos agarramos indefectiblemente a esa excusa para no tener que
pensar innovando o cambiando de opinión. Es sabido que el cerebro recurre a mil
triquiñuelas para que no nos demos con la cabeza en la pared. Lo que le importa
no es la búsqueda de la verdad sino sobrevivir. Y si para ello es mejor no
pensar o seguir pensando como antes, pues tiene una excusa maravillosa para no
pensar más.
Tanto es así que los últimos
experimentos neurocientíficos tienden a cuestionar lo que nos empeñamos en
llamar decisiones conscientes, al enunciarnos que diez segundos antes de optar
por una solución, las neuronas han decidido el tipo de resolución que vamos a
tomar. Sin que nosotros lo sepamos. Algo parecido ocurre con nuestro sistema
motor, que opta por un músculo de una mano u otra, cinco segundos antes de que
lo activemos.
¿Tanto nos cuesta aceptar que
estamos mejor preparados para enjuiciar a los demás, analizar el mundo de
afuera y, particularmente, a la manada de la que formamos parte, que al
significado del estallido de nuestras propias neuronas al que siempre llegamos
tarde?
Cuanto más lo pienso más me reafirmo
en la convicción de que la pregunta más obvia, la que nos deberíamos haber
hecho hace decenas de miles de años para sobrevivir, es la de saber qué les
pasa a los demás por dentro.
Primero, estamos programados, es
cierto, genética y cerebralmente, pero programados para ser únicos, porque nos
habíamos olvidado del impacto neuronal de la experiencia individual. Podemos
transformar nuestro cerebro.
Segundo, la felicidad está en la
sala de espera de la felicidad y que no debiéramos, por lo tanto, menospreciar
el bienestar escondido en los a menudo largos itinerarios que conducen a ella.
Tercero, si la felicidad es
también la ausencia del miedo, tan verdad es que la belleza es la ausencia del
dolor; lo que delata un rostro o un acontecimiento bello es que el
metabolismo de aquel organismo o estructura funciona adecuadamente, de acuerdo
con las leyes físicas de la simetría.
Cuarto, el cerebro, lejos de
buscar la verdad, lo que quiere es sobrevivir; de ahí que cualquier disonancia
con lo establecido genere su repulsa inicial. Enfrentado a una opinión distinta
no sólo la repudia sino que se inhibe para ni siquiera considerarla. Lo
contrario le obligaría a reconsiderar todo su planteamiento defensivo.
Quinto, no es correcto intentar
definir la inteligencia como se ha venido haciendo hasta ahora: los homínidos
eran inteligentes y el resto de los animales no. Ahora resulta que pueden
existir organismos inteligentes en el resto de los animales, y humanos que no
lo son. Todo depende si se dan en ellos, simultáneamente, tres condiciones:
flexibilidad de criterio que les permita cambiar de opinión, capacidad para
diseñar representaciones mentales que les permiten predecir lo que va a ocurrir
y, finalmente, si son o no innovadores.
Sexto, lo importante para
innovar no es tanto la disponibilidad de recursos como el conocimiento
necesario para progresar. Hemos estado acostumbrados en los años del milagro
económico a que bastaba con aportar más recursos para superar dificultades,
olvidando que el futuro no dependerá tanto de la cantidad de recursos como de
la tecnología y del conocimiento.
Séptimo, el sistema educativo que
dio trabajo a las generaciones anteriores ahora es incapaz de facilitarlo a los
jóvenes si no están dotados de las nuevas competencias para abrirse camino: la
capacidad de concentración, la vocación de solventar problemas, la voluntad de
trabajar en equipo, desarrollar la inteligencia social y aprender, por fin, a
gestionar sus emociones.
Octavo, que el cerebro tiene sexo y
que los varones —al contrario de las hembras— irrumpen en la pubertad más tarde
y se comportan toda la vida como si tuvieran doce años; en ellas, el
comportamiento infantil desaparece con la edad mientras que en ellos perdura
toda la vida. Lo de menos es la diferencia de su sistema límbico.
Noveno, ahora sabemos tras
numerosas megaencuestas y experimentos científicos las dimensiones de la
felicidad sin las cuales es muy difícil que, en promedio, se dé en los humanos:
relaciones personales, control de la propia vida, saber sumergirse y disfrutar
del flujo de la vida. Las otras dimensiones sólo muestran cierta correlación
con la felicidad en determinadas condiciones, como los niveles de renta, la
educación o la capacidad de resolver problemas.
Décimo, nadie puede pretender
sustentar la armonía en la pareja, reformar el sistema educativo y gestionar el
mundo de las empresas sin conciliar entretenimiento y conocimiento. Sin
fusionar en el mundo moderno los dos conceptos tradicionalmente antagónicos no
funcionará ni la pareja, ni la educación, ni la vida corporativa.
Eduardo Punset. Excusas para no Pensar
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